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  • ¡Viva El Pueblo de Mocha!.

    Un rincón del Edén.
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Relatos de Mocheños: Historias y Leyendas

Orgullosa de ser Vilca

Escrito por María Ester Vilca Otárola. Publicado en Relatos

El “Neto” fue mi padre, también conocido como el “Gato.” Francisco Ernesto Vilca Valverde, nunca aceptó su primer nombre. Se sentía bien con ERNESTO. Yo, porfiada, puse a mi hijo su mismo nombre y le enseñé de pequeño a ser llamado Francisco, que además de ser un bonito nombre que llevan mi esposo, mi suegro y mi compadre, me recuerda a San Francisco de Asís, un bendecido de Dios, amante de la naturaleza,  una característica de mi personalidad.


Ernesto es hijo de Mariano Vilca Jachura y de Isabel Valverde Medina. Ella, según cuentan, era hija de españoles, muy culta, enseñaba lectura, labores, tejido y bordado a los niños de su época. Quizás, de allí viene mi vocación por la docencia. Abuelita Isabel, muy buena moza, falleció cuando mi padre tenía sólo 13 años. De ella sólo tengo una fotografía donde se destaca su juventud,  belleza y distinción. Tengo en mi poder, una colcha tejida por ella, con fecha 1902, y que, según mi tía Celia, su hija mayor, la empezó en 1900. Cuando la terminó, se la regaló a mi abuelito Mariano, su esposo, hombre mayor, bajo de estatura, no muy agraciado físicamente, algo mal genio, aunque, según cuentan, porque tampoco lo conocí, era muy caballero y que, probablemente, fue lo que conquistó a mi abuelita. Esta colcha  es una reliquia muy hermosa, tiene la particularidad de ser tejida completamente a crochet, con hilo blanco, que muestra unas palomitas junto a un verso muy romántico que demuestra todo el amor que profesaba Isabel a Mariano: “Sólo en tus brazos siento placer y calma, que a tu lado me parece un palacio mi cabaña.”
El apodo de “gato”, dicen que obedece a un gorro que mi papá se hizo de piel de gato y lo usó por mucho tiempo. Otros, maliciosamente, lo aducen a que andaba por los tejados en las noches. Él aseguraba a mi madre y a nosotros, sus hijos que era la primera versión.
Mi padre nació y se crió en Mocha hasta que fue llamado a hacer su servicio militar, el que cumplió en el “glorioso Granaderos.” Siempre recordaba ese tiempo y su destreza con los caballos. Luego, encontró trabajo en las oficinas salitreras donde conoció a Ester Otárola Flores, mi madre, una jovencita que desposó  en 1943, teniendo ella 19 años y él 22. En 1945, nació mi hermano Edwin Ernesto,  en Oficina Mapocho. Doce años después, nací yo en Oficina Santiago Humberstone, pero vivimos en Peña Chica hasta 1959, año en que nos vinimos a Iquique, porque mi hermano estudiaba ya en el Comercial y  estaban cerrando las salitreras.
Mi padre fue un hombre ejemplar, buen esposo, buen padre, excelente persona, de carácter afable y conciliador, con buen sentido del humor, característico de los Vilca, trabajador, responsable, puntual, muy travieso. Era feliz saboreando una buena comida en compañía de sus seres más queridos, muy unido con sus hermanos y primos con cuyas conversaciones disfrutaba enormemente y sobre todo, con los recuerdos de sus vivencias y anécdotas juveniles de cuando vivían en Mocha.
Una muestra de esto se daba cada vez que viajábamos a Mocha en el camión tres cuarto de Luchito Lafuente o de Lucho Helena. Allí grabé en mi memoria, los chistes picarones, apodos, leyendas, canciones, juegos, historias de cada uno de estos personajes mocheños. Los niños, jóvenes y adultos entonábamos “cuculí madrugadora” en la bajada al pueblo, y antes de llegar a “tierra firme”, terminando las infinitas curvas del camino que llevaba a este rincón del edén, percibíamos el olor de Mocha, después de cinco o seis horas de viaje en la carrocería.

El premio mayor se recibía a la entrada del pueblo, con la alegría de niños que salían a nuestro encuentro,  junto a la tía Celia, quien, generosamente nos invitaba a comer sus delicias caseras después de tan largo viaje. Allí, en su casa, alrededor de la mesa, en compañía de un buen vino tinto, seguían los recuerdos, relatos y tallas, siendo compartidas con más familiares, cada uno de ellos haciendo sus propios aportes hasta altas horas de la noche. 
Estas visitas anuales a este hermoso pueblo, en compañía de toda la familia, sea en Junio o más adelante, cuando fui más jovencita,  en Febrero, hizo germinar en nuestros corazones, el amor por este terruño, mismo que mi esposo y yo nos hemos encargado de inculcar en nuestros hijos, y continuamos con esta tradición, ahora con más comodidades, locomoción propia, mejores condiciones de los caminos, que han reducido la distancia entre Iquique y Mocha a dos horas y media, sin polvo en las pestañas o en el pelo, pero también perdimos el canto del grupo, aunque igual, al interior de los autos, oramos al inicio del viaje, y cantamos en familia esas canciones  tradicionales…pero no es lo mismo. Añoro esos tiempos en que con Yoyo a la cabeza, el tío Agusto, el tío Isidoro, el Chicho, Bruno, el tío Vidal y su guitarra, el tío Alejo, otros que en este momento se me escapan, junto a mi padre y otros primos y primas al igual que yo, cantábamos en coro, el Peral, Peral, La palomita en su nido. Mantelito blanco, versos de la Casarata y otras canciones de moda como Cariño Malo de Palmenia Pizarro, por ejemplo. De ésta, recuerdo a mis primas Gilda y a las mellizas, que también cantaban muy bonito y con mucho desplante. Yo era muy tímida, sólo cantaba en grupo, pero mi mente grabó cada momento, cada palabra, cada chiste, cada historia y cada gesto de todos y cada uno de estos mocheños, integrantes del clan de los Vilca. Ese tesoro aún permanece  en mis recuerdos. Ahora, que estoy en mis cincuentas, sin Ernesto y sin Ester, su compañera, recuerdo esos momentos con una mezcla de nostalgia y alegría. Nostalgia, porque se añora lo que ya no se tiene, alegría, porque tuve lo que otros no han tenido, unos padres que se quisieron mucho y que me enseñaron a amar a Dios, a la Virgen, a la humanidad, a la vida, a la naturaleza, a mí misma. De mi padre, adquirí lo traviesa, lo puntual y lo trabajadora, el cumplimiento de la palabra empeñada, la entereza para enfrentar los problemas. Sin embargo, recuerdo otras características suyas, cuando dos se trenzaban a golpes, que era típico después de alguna fiesta, él intervenía sin golpear a nadie, porque “son cosas de curados y todos somos familiares”; si alguien se emborrachaba y se dormía, él lo iba a dejar a su casa, le encantaba servir a los otros, asistía a todos los velorios y funerales de sus conocidos, amigos y familiares; hacía un pequeño discurso acerca del difunto cuando no aparecía luego un voluntario; amaba a los animales; buscaba el quehacer, no podía estar sin hacer nada. Mi padre aprendió el oficio de mecánico, trabajando, no por estudio, pero en la casa, él era el electricista, el pintor, el soldador, el gásfiter, el zapatero, el mueblista, el estafeta, y cuando mi madre enfermó, fue, además, el cocinero, el lavandero, el planchador, y siempre silbando o tarareando una melodía, nunca enojado. Parecía que la vida misma era una entretención para él  y la disfrutaba, sanamente, sin hacer daño a nadie. Así, vivió feliz y contribuyó a la alegría de otros, pero lo más importante, es que me enseñó a ser feliz con las simplezas de la vida, es decir, estar  contentos con lo que Dios nos da. No es fácil.  Ese es el orgullo de ser Vilca y de Mocha.

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