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  • ¡Viva El Pueblo de Mocha!.

    Un rincón del Edén.
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Relatos de Mocheños: Historias y Leyendas

¡El Agua!...¡El Agua!

Escrito por María Ester Vilca Otárola. Publicado en Relatos

Un grito que se iba repitiendo, simulando el eco natural de los cerros circundantes. Pero no era el eco, no era un juego, era un grito de alerta de persona a persona y de chacra en chacra como prevención de accidentes y hasta de muerte. Estos pasajes de mi memoria que se remontan a mi infancia y adolescencia, en compañía de mis padres, recorriendo alguna chacra, en la vejez de la tarde, muestran a mi travieso padre pidiéndome que yo gritara también, lo que yo obedecía por lo entretenido que era gritar a todo pulmón(cosa que disgustaba  a mi madre): “¡El agua!, ¡el agua!”. Por la geografía dibujada en terrazas, que permiten visualizar el cauce del río desde el pueblo, era fácil ver cómo saltaban rápidamente todos los que estaban al otro lado, regando, o haciendo alguna otra tarea en la fértil madre tierra, para llegar sanos y salvos al pueblo antes de que los “pillara” el agua.



Estas escenas, captadas sólo por mi retina en Enero – Febrero, época del invierno altiplánico, otrora llamado invierno boliviano, no pasaban de ser acciones de prevención o de aviso hasta que un día, en el año 1977, tuvo mayor contundencia y otro significado para mi ingenua mentalidad de “visitante”… porque hay que vivir en la tierra y con la naturaleza para saber lo que ella representa y conocer la fuerza poderosa que tiene, y que si la subestimamos, sufrimos sus consecuencias. Ese día aprendí que hay que respetarla, concederle sus caprichos, reconocerle sus derechos y recordar que el Hacedor nos dio sólo la administración de este mundo, no somos sus dueños.

Recuerdo que estaba inusualmente muy nublado, muy oscuro y a eso de la una empezó a llover grandes goterones – novedoso para mí – y en cosa de minutos se mojó rápidamente el suelo, luego empecé a escuchar los truenos de los que mi papá tanto nos contaba de sus recuerdos de juventud; y en verdad, parecía que el cielo se abría, eran ruidos fuertes que retumbaban en todo el pueblo, la sensación era que el cielo se caía. Todo el mundo en sus casas, sabiendo que se avecinaba la crecida del río y que si seguía lloviendo en el pueblo, bajaría agua de Amaicache, no sólo de Ocharaza.

Así sucedió, se acabaron los goterones, empezó una lluvia finita y persistente, y de cuando en cuando se dejaba oír la voz del Señor – los poderosos truenos- que mi padre, siempre travieso, empezó a imitar, hábilmente, con el sonido del bombo del tío Lute. Al lado, en la casa de mi tía Asunta, ahora de tía Conce, estaban alojando los familiares de Antofagasta, quienes habían sufrido algo similar en Pica, unos días antes. Cada vez que sonaban los truenos, se oían los gritos desesperados de mis tías y primas, lo que aprovechaba mi papá para hacer sonar el bombo y hacerlas gritar más, con gran risotada de nosotros, los más jóvenes de entonces, mis primos Beto, Raúl, Chama, y otros que se me escapan, pero que siempre estaban en mi casa, compartiendo con la tía Sara.  Mi tía se enojaba y le decía  al papá que no molestara al “loco”, refiriéndose a los truenos. Recuerdo haberme reído mucho con los gritos de mis tías Delia, Lida, Irma, provocados por el susto que les daba el ruido de los ensordecedores truenos y de las buenas imitaciones del bombo, ahora ya percutidos también por los más jóvenes que se adhirieron, de buena gana, al juego de mi papá.

Siguió la lluvia, empezó a correr agua por las calles, y frente a mi puerta, bajando a la acequia. Se escuchó el retumbar de las piedras que traía el agua del río en gran crecida. Con mi padre, subimos al morro, en la antigua escuela, para ver mejor el agua achocolatada y espumosa. Allí en lo alto, aún recuerdo su majestuosidad, haciendo recovecos caprichosos, juguetona y furiosa a la vez, demostrando que esos eran sus terrenos, devorando chacras, plantaciones, y una chocita que había en Lavanda, que creo era de Abelito. Era tanto su poderío, que traía animales, troncos de árboles y grandes rocas, moviéndolas como si fueran esponjas, haciéndolas girar, subir y bajar, deslizarse por todo su caudaloso cauce, arrastrando todo a su paso. Era un pedazo de mar con oleaje. No era ya ese río amistoso, tímido, cristalino que invitaba a beber de sus aguas y a bañarse en su lecho unos días antes, en diciembre, enero. Observaba yo, un paisaje inhóspito, pero maravilloso, el poderío de la naturaleza, con voz y todo, que nos hacía alarde de su fuerza por aire - con la lluvia y truenos- y por tierra con su fangoso y serpenteante recorrido, acompañado de sus pequeños riachuelos formándose en las pequeñas quebradas que llegaban al pueblo, recorriendo sus calles, invadiendo sus casas y malogrando los corrales.

En absorta mirada, embobados por este paisaje, mi padre y yo no nos dimos cuenta del daño que se estaba produciendo en esos  momentos, hasta que un desesperado grito de mi madre que envolvía enojo y tristeza a la vez, nos sacudió y despertó de este embeleso…había que ir en ayuda de los animales de mis tías Celia y Sara. Los corrales habían sido inundados por la avenida cruzada de las tres quebradas: Ocharaza, Grande y Amaicache, siendo esta última exclusiva de Mocha, es decir, libera su agua, sólo con lluvia local persistente, tal como había sido anticipado por los Mocheños más antiguos, y que luego supimos, hacía más de treinta años que no llovía de esa manera.

Al llegar al lugar, bajando por el callejón, no había corral, estaba todo parejo a ras de suelo, los corrales completamente inundados y en su lugar, sólo había fango. Varios hombres jóvenes y  no tan jóvenes luchaban, con temor, por sacar a una chancha que estaba atrapada en medio de mucha agua que corría y aumentaba con bastante fuerza. El molle,  allí  erguido días antes, ahora se veía indefenso, doblegado,  casi vencido por la fuerza del agua, llegando su copa al suelo, mostraba sus raíces, tratando de aferrarse a la tierra en sus últimos momentos… finalmente se soltó,  sucumbiendo ante el poder del agua. La chanchita se salvó, primeramente, por la acción de Chama, único que persistía en la lucha desigual junto al molle. Luego, mi papá, con  mucha valentía, se metió y pudieron sacarla. La pobre quedó con la cabeza chueca varios días, por los tirones que sufrió, pero salvó su vida. En el intertanto, todos, incluida yo, ayudamos a salvar algunos corderos, chanchitos, llevándolos a otros lugares más cerca del pueblo, donde no los alcanzara este bendito elemento de vida, que ahora se había transformado en emisario de muerte.  El tío Manuel sufrió la pérdida de 25 corderos con esta avenida, algunos de ellos fueron encontrados después, al día siguiente y fueron faenados para aprovechar su carne, dado que su muerte fue accidental, no por enfermedad.

El final de este episodio fue muy triste. Me sentí muy mal por mi primera actitud, la de contemplar el paisaje sin considerar las consecuencias. La pérdida de tierras, animales, trabajo, dinero, nos afectó a todos, el río cambió su cauce, sembrando piedras y rocas inmensas en lo que había sido un fértil valle hasta entonces.   Un mes después, mi tía Sara enfermó gravemente y  falleció, según dicen, porque la pena fue muy grande, que su corazón no soportó. Entonces aprendí que algunas palabras y acciones simples como gritar “‘el agua, el agua!” pueden tener un tremendo significado que implica formas de vida y protección de la vida misma de cada uno de nosotros y de nuestro entorno.

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